Las mujeres, en todas las latitudes, crecemos con la convicción de que es indispensable modificar nuestro cuerpo para hacerlo apetecible, para agradar al otro, para complacer. Siempre hay algo que sobra (en mi cultura: vello, grasa, arrugas, celulitis...) y algo que falta (en mi cultura: pechos generosos y firmes, aromas delicados, maquillaje, ropa de moda...). Y el mensaje subyacente tampoco cambia según la geografía: nadie te va a querer tal como eres, nadie va a querer casarse contigo. En ese discurso, un discurso que por desgracia está adquiriendo matices de universalidad, el amor y el bienestar, bajo el tramposo disfraz de la vida en pareja, quedan condicionados por la imagen. Cada vez más hombres caen en un engaño similar, pero las mujeres tenemos siglos de experiencia en la materia y conocemos al dedillo la doble moral que hace de nuestra anatomía el mejor regalo y el peor castigo. El cuerpo y su imagen son el salvoconducto o la condena en diferentes etapas de la vida: ser delgada u obesa, pudorosa o coqueta, mesurada o promiscua, discreta o golfa. El cuerpo y su biología nos marcan a los ojos de la sociedad a través del tamiz de la sexualidad: nuestro estado de ánimo, temperamento y carácter, se supone, se explican por pura fisiología y nunca escapan a comentarios socarrones. Desde la joven marginada que llega a la maquila mexicana o al taller filipino y debe someterse mes a mes a una prueba de embarazo dentro de la empresa bajo amenaza de perder el trabajo si se niega o se encuentra en estado, hasta la ministra española o la presidenta argentina a quienes se mide primero y fundamentalmente por el atuendo o cuán bien o mal cumplen con su papel de esposa o madre, el criterio para calificar a toda mujer pasa, antes o después, por el cuerpo. En una doble perversión se nos hace creer que somos cuerpo y poco más, pero no se nos enseña a adueñarnos de ese cuerpo, a habitarlo y vivirlo en libertad. Libertad de elegir cuándo, cómo y con quién arroparlo, disfrutarlo, desnudarlo, cuidarlo, compartirlo y quererlo como vehículo para desplazarnos y comunicarnos con el mundo.
*La edición de este blog añadiría que todo lo anterior se agrava y multiplica en el caso de las mujeres con diversidad funcional.
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