De Beatriz Gimeno
Resulta muy difícil en un artículo de estas características desmontar toda una práctica discursiva de opresión y discriminación enormemente compleja que interactúa, además, con otros discursos igualmente opresivos y complejos. Es especialmente difícil además porque mientras que los discursos y políticas de género, de raza, de clase o de sexualidad son viejos conocidos que llevan ya décadas siendo objeto de estudio y de crítica y, por tanto, casi todos nosotr@s manejamos las herramientas conceptuales que los conforman, eso no ocurre con el discurso sobre la discapacidad, que es relativamente nuevo y poco conocido en este país. Todavía es relativamente extraño que alguien, incluid@s activistas sociales o políticos, entienda que la discapacidad es un discurso y una práctica política de exclusión y de opresión y no una situación objetiva de enfermedad o de tragedia personal. En este sentido, una de las primeras dificultades con las que nos encontramos a la hora de abordar la discapacidad como discurso es que éste resulta muy difícil de aislar de otros discursos contemporáneos, especialmente de los que se refieren al cuerpo y la salud y que tienen que ser leídos ambos en el marco de los discursos generales sobre la corporalidad propios del capitalismo tardío en el que el cuerpo se configura como una metáfora del sistema social.
Los discursos sobre el cuerpo tienen en la actualidad más importancia que nunca, son más opresivos que nunca y tienen más impacto en el género que nunca. Lo social se inscribe con más fuerza que nunca en el cuerpo para convertirlo en agente y lugar de intersección del orden individual, psicológico y social y éste es el punto en que género y discapacidad confluyen. Los actuales discursos sobre el cuerpo son tan poderosos y omnipresentes que incluso el feminismo ha renunciando en parte a combatir la opresión corporal. Afirma Celia Amorós que la lucha feminista de la ética y la política se ha trasladado a la estética y que las chicas jóvenes están totalmente normativizadas desde lo estético, mientras que al mismo tiempo reciben mensajes de independencia que entran en contradicción con la situación de dominación en la que viven, de la que no pueden escapar y en la que están totalmente alienadas. Por eso, Amorós llega a decir que el empoderamiento de las mujeres será corporal o no será.
En este sentido, el discurso sobre la discapacidad es una de las maneras más evidentes y primarias de marcar la otredad a partir del cuerpo, de normativizar a partir del cuerpo Uno, que tiene que ser por definición masculino, blanco, sano, rico, consumista, etc. Podemos en este punto afirmar que el discurso de la discapacidad sobre las mujeres es una mezcla del discurso corporal capitalista y de género llevado al paroxismo. Cuerpos nada deseables, cuerpos invisibilidados, cuerpos que no pueden adaptarse a los cánones de belleza, de juventud, de salud, de energía, de movilidad. El cuerpo es símbolo de estatus a través de esas características y en ese sentido las personas con discapacidad son situadas en lo más bajo del estatus social y más abajo aún si son mujeres.
Soy consciente de que afirmar que la discapacidad no existe genera siempre polémica ya que si hay una diferencia que se inscriba sobre el cuerpo y que sea percibible a simple vista es ésta. No estoy negando, claro está, que existe el dolor o la enfermedad, o las secuelas físicas de la enfermedad, lo que denuncio es la construcción política de la desigualdad a partir de ese hecho físico, porque en un sentido estricto todos vamos a ser discapacitados. Cualquiera puede en cualquier momento sufrir un accidente de tráfico y todos vamos a ser viejos y enfermos. Todos tendremos dificultades para subir escaleras, para correr o trepar a los árboles… y para todos y todas llegará un día en que nos demos cuenta de que el mundo está diseñado para un único tipo de persona. Todos necesitaremos ayuda y todos seremos dependientes. Es la vida la que produce, de manera inexorable, un debilitamiento de las funciones básicas. Es la vida la que es discapacitante. Y si vamos un poco más allá podemos incluso afirmar que dado que el cuerpo femenino normativo (bello y joven) se ha convertido en el signo universal de la sexualidad, resulta que aquellos cuerpos femeninos imposibilitados para significar (hetero)sexualmente resultan invisibilizados, privados de su capacidad sexual y en ese sentido discapacitados. Y eso ocurre a todas las mujeres a partir de una cierta edad.
En todo caso, para comprender hasta qué punto la discapacidad es una construcción histórica baste decir que, como tantas y tantas taxonomías que pasan por naturales, la discapacidad no existía hasta el siglo XIX. Esta centuria marca el momento del ascenso de una práctica y un discurso médico que viene a sustituir, como ya sabemos, al discurso religioso imperante hasta ese momento pero ahora mucho menos apto para convertirse en fuente de legitimación en la sociedad industrial. Este nuevo discurso legitimador funciona taxonomizando todas las características humanas con el objetivo de reforzar la norma. En la Edad Media, por ejemplo, no existían las personas discapacitadas, como no existían las personas heterosexuales y, en parte, como no existían las personas blancas o negras. Existían evidentemente personas a las que les faltaba un brazo, una pierna, un ojo… pero no eran clasificadas ni entendidas como un determinado tipo de persona. Lo que hoy entendemos como discapacidad era percibido entonces como una característica personal más, que sumada a otras podía crear dificultades o no crearlas. Podía ser un inconveniente añadido en el caso de ser campesino, por ejemplo, pero no en el caso de ser noble, donde entonces no tenía ninguna significación particular. Se trataba de una característica más o menos incómoda o más o menos importante según la posición social de la persona, única clasificación realmente significativa en una sociedad estamental. El único tipo de persona diferenciado desde el punto de vista de la salud que reconocen los investigadores en esa época son los leprosos.
Pero ya en el siglo XIX la discapacidad es clasificada y asignada, como hemos dicho, al paradigma médico y desde ahí definida como tragedia personal, cuya única solución es la curación o la muerte (la desaparición). Como ocurrió con otros tipos de personas creados a partir de los discursos científicos del XIX, las personas con discapacidad comienzan a organizarse en los años 60 y aparece entonces el movimiento de liberación de las personas con discapacidad que, poco a poco, fuerza un cambio de paradigma por el que ésta pasa a ser considerada y pensada a partir del paradigma social. Es decir, no existe la discapacidad, sino que lo que existe es una sociedad discapacitante. Existen entre las personas diferencias corporales (motoras, visuales, auditivas…) que exigen, desde el punto de vista de la igualdad social y de la igualdad de oportunidades, tratamientos sociales diferenciados para personas que tienen necesidades específicas. Éste es el punto de vista que impera hoy en todo el mundo y el que comparten las asociaciones y las instituciones, aunque no sea un punto de vista compartido por eso que llamamos el “sentir general”.
No hemos conseguido en muchos años de lucha convencer o llegar siquiera a explicar que la discapacidad es unas de las prácticas políticas y de los discursos más opresivos que existen, empezando por su propia invisibilización como tal, lo que dificulta que pueda ser combatido. Esto es así por varias razones. Es, de todas las diferencias posibles, una de las más visibles, si no la que más; lo que hace que resulte imposible escapar de ella en ningún momento de la vida, en ningún aspecto, en ningún ámbito. Los gays y lesbianas pueden decidir cuándo y en qué contexto hacerlo público, y las personas de razas o etnias distintas a la mayoritaria pueden o bien pasar más o menos desapercibidas (por ejemplo, hay una enorme gradación en los colores de la piel) o bien, en todo caso, vivir dentro de sus propias comunidades, lo que hace que perciban el racismo sólo en determinadas situaciones: cuando emigran o entran en determinados contextos. Para las personas discapacitadas no existe un contexto, una situación vital, una edad, un país, una cultura… en la que nuestra diferencia no sea lo primero que se ve de nosotros y lo que nos define absolutamente. Es, simplemente, lo que somos; somos la discapacidad que tenemos.
Las propias personas discapacitadas no son conscientes de hasta qué punto están discriminadas. Es uno de los discursos más alienantes que existen. La mayoría se creen enfermos y siguen, muchos de ellos, inmersos en el paradigma medicalizado y de consideración de la discapacidad como tragedia personal. La discapacidad no es una enfermedad y por mucho que avance la medicina no existirá una sociedad sin discapacidad a no ser que haya una sociedad sin diversidad corporal o intelectual de ningún tipo. Los avances científicos no acabarán con la discapacidad porque siempre existirá alguien diverso y minoritario corporalmente susceptible de ser clasificado negativamente frente a lo que es considerado normal. No tenemos grupo social ni político de apoyo. Es decir, mientras que con respecto a cualquier otra diferencia siempre existe un grupo social o político, generalmente la izquierda, que comprende, apoya o directamente lucha por abolir determinadas discriminaciones y exclusiones, con respecto a la discapacidad, no existe ningún tipo de afinidad ideológica y el discurso opresivo está infiltrado tanto en la izquierda como en la derecha ideológica. La izquierda ha aceptado sin cuestionarlo el modelo negativo de la discapacidad como tragedia personal y como déficit. Desde el punto de vista ideológico esto es especialmente sangrante en cuanto que el modelo de la discapacidad actualmente existente es un modelo que claramente tiene que ver con los patrones capitalistas de producción y de perfectibilidad del cuerpo. Somos mercancía sin valor social que, excepto en casos heroicos, no podremos insertarnos en el modelo productivo y laboral capitalista.
Nuestra discriminación es claramente política. La identidad social de una persona con discapacidad no tiene nada que ver con una distinción biológica, sino con una situación de alienación con respecto a una organización social de la que en términos políticos y económicos sólo obtenemos opresión (inaccesibilidad a los recursos, reclusión, segregación sistemática, desvalorización cultural, exterminio…) Nadie se acuerda, por ejemplo, de los discapacitados exterminados en los campos nazis o en los campos soviéticos, o los internados y exterminados por Ceaceascu en Rumanía, o en Australia ya en la segunda mitad del siglo XX, o los experimentos de la CIA con personas con discapacidad en los Estados Unidos. La voluntad eugenésica que marca la necesidad productiva del capitalismo nos inunda a todos sin que lleguemos siquiera a ser conscientes. Pondré dos ejemplos muy claros y actuales: uno es el supuesto del aborto en caso de malformación del feto, otro es la eutanasia, ambos nunca cuestionados desde la izquierda. Estoy completamente a favor del aborto libre. Esto quiere decir que las mujeres son dueñas de sus cuerpos y no deben tener que dar explicaciones acerca de los motivos que las conducen a querer interrumpir un embarazo; pero limitar el aborto y permitirlo en caso de que el feto tenga alguna “malformación” es toda una declaración ideológica y de principios sobre el valor que el Estado, la sociedad, otorga a las personas que tengan una “deficiencia”. Envía a estas personas y a toda la sociedad el mensaje claro de que estas personas valen menos que las demás, desde el momento en que esos fetos valen menos que los fetos “normales”.
Sobre la eutanasia se puede decir lo mismo. Estoy a favor de la libertad de cualquier ser humano para decidir cuando quiere o necesita dar fin a su vida; los motivos son personales y valiosos en todos los casos. Lo que no se puede es aceptar el permanente mensaje que nos llega sin oposición, desde los medios, las asociaciones, los partidos… de que enfermedad grave es igual a indignidad. La vida humana vale siempre lo mismo y es igual de digna se esté más o menos enfermo o discapacitado. ¿Por qué una persona inmovilizada lleva una vida indigna? Una persona inmovilizada puede ser bondadosa, inteligente, creativa, cariñosa, simpática, generosa, amable, empática; una persona físicamente perfecta puede ser malvado, cruel, egoísta, egocéntrico… ¿Qué perversa ideología nos lleva a considerar que este segundo es más digno que aquel primero que vive en una cama? Comprendo que hay personas que en determinadas situaciones físicas no quieran vivir, pero hay otras que sí y estas segundas tienen todo el derecho a que la sociedad ponga todos los medios necesarios para cubrir sus necesidades. Y no sólo eso, sino que tienen derecho a que su decisión de vivir sea vista con simpatía, no como ocurre en la actualidad, que se da la situación inversa.
Quien decide vivir en circunstancias muy adversas se considera que lo hace por motivos religiosos o morales (claramente desacreditados y deslegitimados socialmente), mientras que quien pide morir es considerado un héroe. La muerte no puede ser la única solución que se ofrezca a las grandes discapacidades. Ya basta de la palabra dignidad aplicada a que uno/a se mueva más o menos. Indirectamente se está aceptando que la vida de una joven guapa es más digna que la de una anciana enferma. Puede ser más feliz o menos dolorosa, pero no es ni más ni menos digna. Por tanto, está claro que no hemos sido capaces de insertar en la conciencia de la sociedad el mensaje de que nuestras vidas tienen pleno sentido, son valiosas y, además, nos gusta vivirlas; de que somos una minoría con derechos civiles, que no somos enfermos ni pacientes y que ni siquiera somos más desgraciados que el común de las personas.
Las personas con discapacidad estamos encerrados no en el discurso del odio, sino en el de la compasión y la tragedia; como mucho en el de la enfermedad. Es relativamente fácil empoderarse política y subjetivamente contra un discurso de odio, pero resulta mucho más complicado hacerlo desde el discurso de la compasión, y mucho más desde la autocompasión. Pero lo cierto es que en muchos casos, la compasión sólo encubre odio o miedo a la diferencia, como es el caso. Pero la discapacidad no es necesariamente una enfermedad, sino una característica más de la persona. Resulta extraordinariamente difícil construirse una identidad social y política en torno a la discapacidad y, sin embargo, es absolutamente imprescindible puesto que la raíz de nuestra opresión es política. Desde la consideración de la discapacidad como algo negativo, sin matices, es muy difícil desarrollar un discurso positivo o “del orgullo”. Y, sin embargo, empoderarse y desarrollar un sentimiento positivo hacia nuestros cuerpos diferentes es la única manera de hacer frente a la opresión. Hanna Arendt dijo que no es posible enfrentarse a los discursos opresivos si no es desde el objeto concreto de la opresión y empoderándose desde ahí. Esto, que resulta evidente en tantas situaciones opresivas, resulta extraordinariamente complicado para nosotros/as. Esos son los problemas, y ante ellos, quiero exponer algunas consideraciones que pueden ayudar a aclarar la cuestión.
La vivencia de la discapacidad es una experiencia tan personal que resulta difícilmente objetivable. Más que de discapacidad debería hablarse de la experiencia personal de la discapacidad, que es necesario concienciar para poder después objetivar. En ese sentido, mi experiencia personal es extraña y ambivalente. Siendo lesbiana, me costó mucho salir del armario de la discapacidad. De hecho, no conseguí salir de ese armario hasta que, gracias a las herramientas adquiridas en la lucha contra la lesbofobia (gracias a la enorme capacidad para aumentar la resiliencia que tiene el activismo político), fui capaz de entender y desmontar el discurso de la discapacidad como déficit. Antes no podía hacerlo. ¿Cómo enfrentarme a algo, profundamente negativo, que me dicen que soy, pero que no siento que soy? ¿Cómo encontrar a otras personas como yo si he aprendido a ver a los demás tal y como me han enseñado, es decir, como enfermos, personas limitadas, desgraciadas? ¿Cómo empoderarme desde una posición que me inferioriza pero cuya estructura de opresión no comprendo, y ni siquiera percibo?
Lo primero es desligar la idea de la discapacidad de la de enfermedad o tragedia personal. Yo no conseguía verme como discapacitada porque no podía reconocerme en ninguna de las características asociadas a la discapacidad. Para entenderlo rápidamente: yo no noto que me pase nada, no tengo ningún dolor, no estoy enferma, no empeoro, no he estado nunca en otra situación. Simplemente, soy así. Yo no noto que ando distinto, lo notan los que me ven desde fuera. En realidad, desde mi punto de vista, no me pasa nada; lo único que me pasa es lo que los demás me dicen que me pasa. Un negro sólo se ve negro cuando se encuentra con los blancos, que además le señalan como distinto.
Una de las preguntas que más veces tenemos que contestar las personas con discapacidad es: “¿Qué te pasa?” Y es una pregunta que nos suele molestar mucho, aunque soy consciente de que no se hace con mala intención. Si nos molesta es porque si dijéramos la verdad nuestra respuesta sería “Nada”. Solemos hacer bromas sobre las diferentes respuestas que damos a esta pregunta. En lo que a mí respecta, de niña siempre respondía: “Me atropelló un tractor” provocando el desconcierto en la persona que me había preguntado. Ya de adulta suelo responder a la misma pregunta con un “Nada, soy así”, aunque procuro sonreír mientras lo digo para que se note que mi intención no es la de molestar o incomodar. Lo cierto es que esa pregunta nos obliga a ponernos en una casilla en la que no queremos entrar, se nos obliga a autoclasificarnos en una clasificación que no reconocemos.
La discapacidad puede ser una tragedia, como cualquier otra circunstancia de la vida, pero puede perfectamente no serlo. ¿Se puede estar orgulloso de tener una discapacidad? En mi camino hacia mi propio empoderamiento personal me resultó extraordinariamente valioso conocer a la comunidad sorda que defiende su diferencia desde el orgullo y una subcultura propia. Entedemos aquí, naturalmente, orgullo como autoestima o, incluso, una autoestima más desarrollada de lo normal en tanto que es necesaria para enfrentarse a los múltiples discursos opresivos que cada día, desde tantas instancias, pretenden hundirnos en la nada. Es en ese sentido en el que usamos la palabra orgullo: orgullo para levantarse cada día sobre la exclusión, sobre las cotidianas humillaciones, sobre el insulto, la injuria, la lesbofobia, el sexismo, los permanentes intentos de infantilizarnos, de invisibilizarnos, de minorizarnos…
Se trata entonces de cambiar la sociedad de manera que se adapte a nuestras necesidades específicas para que alcancemos la plena ciudadanía de la que en la actualidad estamos privados. Pero no se trata sólo de cambiar los edificios, sino que es el concepto entero que la sociedad actual tiene de las personas lo que hay que cambiar. La felicidad es un concepto subjetivo que viene determinado por la percepción que cada individuo tiene de sus circunstancias, no de cómo son éstas “objetivamente”, (objetivamente ¿para quién?) es decir, desde fuera, desde la posición mayoritaria, desde el lugar de la norma, del Uno. No todas las personas discapacitadas querríamos dejar de serlo, aunque éste quizá es el punto más complejo y que necesitaría una mayor explicación. Baste decir que yo no me cambiaría por nadie. Creo sinceramente que mi discapacidad ha hecho de mí la mujer que soy y me gusta como soy y vivo agusto con lo que soy, mi cuerpo incluido. Opino que estar en los márgenes es, en parte, un privilegio que te da un mayor sentido de la justicia y de la ética, de la solidaridad y de la resistencia. Creo que tener que vivir y levantarse desde el margen te hace más fuerte y valiosa en tanto que proporciona una impagable experiencia de lucha por la justicia y por la autovalorización que al mismo tiempo que nos fortalece como personas, pone en nuestras manos capacidades y herramientas muy útiles en muchos otros aspectos de la vida. Creo que nuestra experiencia es aprovechable en muchos sentidos pero especialmente en la lucha por construir una sociedad más justa y más integradora y creo que esta experiencia puede enseñarse y transmitirse. Finalmente, únicamente se trata de si creemos de verdad o no que la diferencia es un valor social y que ser iguales no significa ser idénticos.
Del blog de Beatriz Gimeno.
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