domingo, 19 de octubre de 2008

La mujer araña

La estadounidense Judith Scott teje sus esculturas como un insecto. Atrapa piezas, las anuda y envuelve en lana. Sordomuda y con síndrome de Down, esta artista ‘outsider’ ha logrado el reconocimiento internacional de museos y coleccionistas con sus insólitas obras
Carl Hendrix sufre parálisis cerebral. Se mueve en silla de ruedas por la gran sala del Creative Growth Art Center, de Oakland (California, Estados Unidos). Construye mesas y sillas utilizando como referencia métrica su propio brazo largo y delgado. Donald Mitchell, un hombre corpulento, dibuja hombrecitos negros y compone música. Dan Miller, un joven autista, traza líneas que se repiten una y otra vez, como el fruto de una obsesión. Sentada frente a una larga mesa, una mujer diminuta con un original sombrero trenza y anuda telas en una singular escultura a la que envuelve de vez en cuando con sus brazos. Es Judith Scott, una de las artistas de este centro de arte californiano, fabricando sus enmarañadas piezas de hilo o lana. Ella, como Dan, Donald o Carl, encontró en esta institución para adultos con discapacidades físicas o mentales un camino para su expresión artística.
Vestida con colores chillones, tocada siempre con extravagantes sombreros y con largos collares de cuentas, Judith Scott pudo haber sido uno de los personajes solitarios y silenciosos creados por el escritor Samuel Beckett. O quizá la protagonista de las obras del autor de Despertares, el neurólogo Oliver Sacks. Sordomuda y con síndrome de Down, Scott llegó a ser una figura destacada del movimiento outsider y sus obras forman parte de las colecciones más importantes de los museos dedicados al art brut.
Ahora, su singular historia como artista ha sido llevada al cine por Lola Barrera e Iñaki Peñafiel. El documental Qué tienes debajo del sombrero, producido por Julio Medem, que pudo verse en la última edición del Festival de Cine de Valladolid y en el de Sevilla, muestra la vida de Judith y de su hermana gemela, Joyce, y el largo camino que ambas hubieron de recorrer hasta encontrarse.
La sombra de Judith persiguió a Joyce toda su vida. El nacimiento de ambas mostró enseguida las diferencias. Un cromosoma de más las separaba. A los seis años, Judith dejó la casa familiar –“Una mañana me desperté y ella no estaba. Sólo recuerdo un espacio frío en mi cama”, explica Joyce– e ingresó en una residencia para discapacitados. “Dejamos de hablar de ella y así dejó de existir”, recuerda su hermana. Pero el conflicto estaba ahí, en las sensaciones nunca explicadas de las gemelas.
En 1986, Joyce consiguió la custodia de Judith tras observar en los informes médicos de las instituciones donde había estado su hermana un lapso de tiempo sin justificar y sospechar que podrían haber estado experimentando ciertas drogas con ella. Judith sufría de disquinesia, un movimiento continuo de la mandíbula, efecto secundario muchas veces de algunas medicaciones utilizadas en psiquiatría. En aquellos centros donde permaneció 36 años jamás se dieron cuenta de que era sordomuda. No le hicieron un diagnóstico adecuado, no estuvo bien tratada, ni siquiera hubo intentos de educarla, de adaptarla al mundo adulto. En sus 62 años de vida, Judith sólo estuvo “en libertad” alrededor de veinte. Nunca le enseñaron a leer ni a escribir, ni tampoco el lenguaje de signos. Vivió sumida en el silencio.
La historia de Judith la descubrió Lola Barrera en un artículo en la revista de la Asociación Española del Síndrome de Down. “Lo leí y me quedé alucinada. Se lo conté a Iñaki Peñafiel, que en ese momento se planteaba hacer una película, y nos lanzamos”. Las casualidades que siguieron empujaron el proyecto como una locomotora. La productora ejecutiva de la película, Gemma Cubero, tenía amigos en San Francisco que conocían a la hermana de Judith, Joyce. A partir de ahí, todo fue cobrando forma.
Contar la vida de Judith ha supuesto un antes y un después para los directores del filme, que se han volcado en él con absoluta ternura. Cuenta Peñafiel que descubrió en la escultora norteamericana a una persona muy inteligente con la que enseguida pudo establecer una comunicación fluida. “En cuanto empezamos a rodar, desde el primer momento me puso las condiciones en las que podía trabajar. Era ella quien con un gesto me señalaba cómo debía colocar la cámara y a qué distancia. Si me acercaba mucho, me daba un manotazo. Me pegaba tortas porque estaba de mí hasta las narices, para luego abrazarme y comerme a besos. Rodar esta película”, afirma, “me ha cambiado la percepción de muchas cosas; por ejemplo, la forma de acercarme a la gente, o la manera de mirar. Es fascinante lo que hacía esta mujer. Era como un personaje de comedia. Me recordaba a Buster Keaton. Era divertidísima”.
Acabada la II Guerra Mundial, un psiquiatra de la Escuela de Viena, Leo Navratil, ayudaba a sus pacientes animándoles a exteriorizar sus traumas mediante dibujos. Entre las montañas de garabatos, Navratil descubrió unos cuantos que le gustaron. Se los envió al pintor francés Jean Dubuffet, quien al verlos acuñó el término art brut para designar las obras artísticas libres de toda influencia. “Los mecanismos psicológicos de los que surge la creación artística tienen tal naturaleza que, o bien deberían incluirse en el terreno de la patología, y considerar a todos los artistas como psicópatas, o bien habría que extender los límites de la normalidad para que abarquen la locura”. Éste es el arte sin razón, algo intuitivo, el ideal de cualquier artista que persigue dejar de lado lo racional y trabajar desde lo más profundo. Un arte creado al margen de la cultura oficial que Roger Cardinal, un crítico de arte inglés, amplió en 1972 al campo de los artistas autodidactos, los outsiders, que no persiguen ser artistas famosos, ni ganar dinero, ni complacer a nadie.
Judith Scott es el mejor ejemplo de esa corriente. Su mundo interior afloró dos años después de llegar al Centro de Arte de Oakland. Al principio, Judith se sentaba en la silla y emborronaba papeles sin más. Un día, Silvia Seventy, una de las artistas que enseñan allí, le ofreció una madeja de hilo y unos palos de madera. Y todo cambió. Se iniciaba un proceso de creación sorprendente. Con telas y lanas, unos materiales utilizados desde siempre por las mujeres, Judith inició su inesperado despegue hacia el estrellato. Sus obras crecían poco a poco en tamaño y forma hasta que llamaron la atención de la dirección del centro y de John MacGregor, un psicólogo e historiador del arte que escribió en 1999 Metamorphosis: the fiber art of Judith Scott. Fue a partir de ahí cuando llegó el éxito comercial de Judith. Sus bolas de lana adoptaban cada vez figuras más caprichosas. Pies, pájaros, siluetas… El mundo silencioso de la artista irrumpía con fuerza en la realidad y sus esculturas comenzaron a cotizarse al alza. Hoy alcanzan precios de 15.000 a 20.000 dólares, y los museos de art brut de Lausana, Baltimore, Tokio, Dublín, además de galerías y coleccionistas privados, han adquirido muchas de sus obras.
Como un ave de rapiña, Judith Scott afanaba cualquier objeto que se cruzara en su camino. Bobinas de cartón, zapatos, sillas… y, lo mismo que una gran araña, tejía con ellos sus nidos, atrapando cuanto advertían sus ojos. Con los años creció como artista. Sus manos le proporcionaban seguridad, y ese aplomo se fue reflejando también en su forma de vestir. Su pequeña figura de metro y medio se llenaba de collares coloristas, como caramelos de fresa y limón. Cuidaba mucho su aspecto. Alrededor de la cabeza se anudaba largas bufandas, y encima, como colofón, siempre un sombrero. “Cuanto más aumentaban sus obras, cuanto más reconocimiento recibía, más adornos se colocaba. Era una expresión de su autoestima”, reconoce Joyce Scott.
Pero lo más sorprendente es el interior de las esculturas de Judith Scott. Aparecieron en el interior tesoros de desechos, como si de la cueva de Diógenes se tratara. Una evidencia de la cleptomanía de la artista. Allí aparecieron no sólo los carretes de las lanas que utilizaba habitualmente, sino un enorme ventilador roto, una bicicleta, sillas, bolsas de patatas fritas, las luces del árbol de Navidad, mantas, zapatos de tacón… incluso un gran carro de supermercado que un día un mendigo abandonó a la puerta de la institución californiana.
La araña que atrapa, envuelve sus capturas y teje, una figura a la que remiten las obras de la escultora norteamericana, fue otra de las sorpresas que experimentaron Lola Barrera e Iñaki Peñafiel al conocer a la familia Scott. “Todo eso estaba en el guión que preparamos para nuestra película y de repente, cuando conocemos a Joyce, la hermana gemela de Judith, nos enteramos de que su marido es un reputado documentalista de arañas”. El azar del arte. Lola Barrera, madrileña, de 46 años, ejerció como médico de familia en el País Vasco durante diez años, hasta que pidió una excedencia para dedicarse a la pintura. Sus obras, de una abstracción monocromática, se exponen en estos días en la galería de la librería Ocho y Medio de Madrid. La conexión con la historia de Judith tiene también mucho que ver con su mundo personal. Lola Barrera es madre de una niña con síndrome de Down, y la experiencia que vivió en Oakland con Judith y Joyce Scott le ha calado muy hondo. “Ver a los artistas de este centro, gente que en teoría consideramos desgraciados por su limitación y su discapacidad, es impresionante. Cualquiera de nosotros firmaría por pasar un solo día como ellos allí”.
El Creative Growth Art Center es una institución artística, no es un centro de terapia. Se fundó en 1974 y desde entonces los discapacitados que allí acuden han producido cerca de 450.000 piezas. “La energía que hay allí es algo increíble. El éxito de este tipo de institución es que funciona de forma independiente; es un centro subvencionado a través de fundaciones privadas y se financia también con la obra de los artistas”, comenta Barrera. Fascinada por lo que vio, tiene la firme idea de intentar montar una institución de este tipo en España.
Iñaki Peñafiel nació en Madrid hace 39 años. Ha dirigido tres cortometrajes, uno de los cuales, Amigo no gima, fue candidato en 2004 a los Premios Goya. Peñafiel se entusiasmó enseguida con el proyecto: “La historia de Judith me pareció desde el principio un guión de película. Conocerla me emocionó. Ver cómo combinaba los colores, su sensibilidad para los tonos, me convenció de que es una artista buenísima”. Ambos tuvieron claro que la suya no era una película de ficción. “La motivación fundamental era conocer qué se escondía dentro de Judith, por qué fabricaba esas esculturas. Ése es el misterio que la película persigue”. Judith Scott (Ohio, 1943-California, 2005) creó en silencio ese inmenso mundo vivo y sorprendente.

JULIA LUZÁN

El País semanal

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Para la edición de este humilde blog Judy es una expresión de la Grandeza del Ser Humano, de la Riqueza de la Diversidad, a pesar de los Gobiernos y de gran parte de la sociedad.

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